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Reflexiones en torno al nacionalismo


 

Joxerra GARZIA

(Licenciado en Filosofía y profesor de Ciencias de la Información en la Universidad del País Vasco)

El fantasma del nacionalismo


   No uno; varios fantasmas recorren Europa. son las grandes palabras-cliché, palabras arrojadizas, descalificantes, palabras-dardo con cabeza nuclear, capaces de aniquilar a sus recipientarios.

   Palabras cargadas, palabras que no significan casi nada porque connotan todo lo que se les quiere hacer connotar, palabras cansadas de vagar por la historia significando lo que los emisores de turno quieran: democracia/demócrata, fascismo/fascista, terrorismo/terrorista, por no mencionar sino algunas de las que más fortuna hacen hoy en día.

   Todas ellas funcionan del  mismo modo. Sirven para marcar territorio, con la misma eficacia y racionalidad con la que un perro  levantando la pata trasera, marca el suyo: aquí los míos, los que merecen la dignidad y el trato de personas humanas. Allí los otros, indignos de tal condición. Una vez negado el estatus de persona, todo vale: valen secuestros, vale el terrorismo de estado, valen la amenaza y el vandalismo indiscriminados, vale la censura, el coche-bomba, la inquisición.

   Nacionalismo/nacionalista es también una de esas palabra-dardo fantasma. Viaja por las hondas herzianas, o a lomos de periódicos y revistas presuntamente independientes y aparentemente sesudos, o en las proclamas de los políticos de todo el espectro ideológico.

   No resisten estas palabras el más mínimo análisis racional. Pero funcionan. Hacen opinión, delimitan los bandos, que es, al parecer, de lo que se trata. Cuanto peor, mejor, viene a ser la máxima común a ambos lados de la trinchera. Ambas partes se sienten cómodamente instaladas en esta dinámica, se alimentan mutuamente, se necesitan, aunque no sea más que como mutuo objeto de odio y elemento de cohesión interna. Hacen opinión, delimitan los bandos, que es, al parecer, de lo que se trata. cuanto peor, mejor, viene a ser la máxima común a ambos lados de la trinchera. Ambas partes se sienten cómodamente instaladas en esta dinámica, se alimentan mutuamente, se necesitan, aunque no sea más que como mutuo objeto de odio y elemento de cohesión interna.

   La ideología central a través de su gobierno, de sus partidos, de sus medios y de sus intelectuales orgánicos, atribuye todos los males habidos y por haber a los nacionalismos periféricos: inseguridad, paro, desvertebración social... Los nacionalismos sin estado, por su parte, devuelven el "insulto": ellos, los que critican nuestro pequeño nacionalismo , profesan un nacionalismo mucho más exacerbado que el nuestro, dicen, aceptando así, en cierto modo, la negatividad del término "nacionalista".

   Tal como se plantea la batalla, no hay sitio para la matización : o se está con unos, o se está con otros. La solución que propugna cada bando es sospechosamente idéntica: aniquilación total de un enemigo al que previamente se ha despojado de toda dignidad humana.

   Sabemos a ciencia cierta a dónde conduce este frentismo: al desastre, al enfrentamiento, a la tragedia. Es responsabilidad de quienes trabajamos en el ámbito de la cultura luchar contra este reduccionismo en el que ambas partes tan cómodamente se instalan.

   Un primer caso en esa dirección sería la definición de nuestra propia identidad comunitaria. En ese sentido, cuesta trabajo creer en la buena fe de quienes, partiendo de una concepción totalmente individualista de la persona, ignoran o relegan su dimensión social, que es, al fin y al cabo, su principal constituyente. Ni siquiera las libertades personales, tan cacareadas por algunos a la conveniencia, tienen sentido fuera de la integración de la persona en su(s) comunidad(es).

  Nadie participa en plenitud de una comunidad. Puesto que toda comunidad no es otra cosa que un conjunto de rasgos o parámetros voluntariamente aceptados, los individuos de cada comunidad pueden compartir unos rasgos y carecer de otros. Perplejidad me producen algunos amigos que, estando como están enteramente dedicados al euskara y al su mundo, proclaman, como quien se declara libre de alguna enfermedad contagiosa, que ellos no son, faltaría eso, nacionalistas.

   Nacionalista es quien se siente partícipe de un tipo especial de comunidad. Pero esa participación no es un todo irreductible e irreversible, sino que admite grados. ¿Cuáles son los rasgos sobre los que queremos edificar nuestra nación vasca? He ahí el primer paso en esa indagación de nuestra propia identidad. Está claro que el concepto de etnia quedaría excluido de una visión moderna y progresista. Sin embargo, conceptos como historia, territorio, lengua, cultura, siguen siendo plenamente válidos.

   Si estos rasgos son todos del mismo nivel, o deben organizarse jerárquicamente, es tema de discusión. Este modo de ver las cosas exige un mayor esfuerzo intelectual, pero no s permite escapar de la dinámica del todo o nada que amenaza con partirnos en dos comunidades.

   Por ejemplo, en el caso del euskara, no habría dificultad mayor para aceptar que alguien puede ser vasco sin conocer el idioma, en la medida en que participe de otros rasgos aceptados como constituyentes de la comunidad. Pero, en la medida en que se consiga un consenso sobre esos rasgos fundamentales, ese mismo vasco desconocedor del idioma, reconocido ahora como vasco, sentirá como una carencia esencial ese su desconocimiento.

   Otro tanto ocurre con las demás palabras fantasmas: ¿Qué sentido tiene, por ejemplo, dividir el mundo en demócratas (yo y los míos) y no demócratas (los demás)? La idea de democracia es también una idea compleja, compuesta a su vez de múltiples rasgos, y necesitada siempre de profundización.

  La democracia, como el nacionalismo, no es un territorio estanco, un cajón definido de una vez por todas, inalterable en sus componentes. En la medida en que se comparten algunos de los rasgos que definen la democracia, se es más o menos demócrata. Por eso desconfío de los discursos que comienzan con la palabra "nosotros", añadiendo inmediatamente la correspondiente palabra fantasma: nosotros los demócratas, nosotros los no-nacionalistas, nosotros los verdaderos amantes de este pueblo, nosotros los únicos defensores del euskara...

   La verdad, cada vez que oigo un discurso de ese tipo me viene a la mente la imagen de un perro alzando su pata trasera contra un árbol para marcar su territorio.

   Lo de menos es que el árbol sea un madroño o un roble centenario.


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